domingo, 24 de agosto de 2014

Capítulo 3.

Oscuridad. Ese había sido uno de sus primeros recuerdos cuando se anunció su despertar. En un lugar impregnado de tinieblas y frío cortante que calaba en cada uno de sus huesos. Aún su sentido auditivo rememoraba el sonido de los gritos ahogados, de la creciente desesperación, de las armas de fuego.  El anuncio de la muerte, de la guerra. Pero el egoísmo se había vuelto en contra de los humanos. La guerra alcanzó el culmen por parte de aquellos cuyas raíces desbordaban magia por los cuatro costados. Las mismas criaturas que habían nacido en la misma tierra que él.

Abrió los ojos con lentitud. Un azul profundo, tan fuerte y cargado de energía, levantaron sus párpados, perezosos. Como bienvenida, un cielo muy diferente al de sus recuerdos, se mostró ante él. El firmamento le mostraba cada una de las estrellas, las almas que una vez había estado abajo, en el mismísimo infierno, o así lo denominaba desde que su corazón había comenzado a palpitar en ese lugar. O quizás, debería decir, en el lugar al que una vez perteneció. Ahora, estaba en territorio humano, aunque conquistados por aquellos que nunca compartieron semejanza con esos seres tan corrientes y vulnerables. El cielo seguía siendo el mismo, al fin y al cabo. Trató de levantarse, estirando su gigantesca columna vertebral, sus escamas del color de la noche brillaban, sus alas se desplegaron levemente para disfrutar de la brisa que por allí corría.

En medio de unas ruinas, Eivor descansaba. Sus garras se abrían para arañar el suelo cubierto de grietas, mientras un bostezo escapaba de sus fosas nasales, las cuales desprendieron un halo de humo que no le molestó en lo absoluto. El techo había sido carcomido por el paso del tiempo, que jamás perdonaba, así que la luz de la luna daba de lleno en cada rincón de los vestigios de una gran estructura. Era un largo viaje el que estaba emprendiendo, pero debía de continuar. Era un eterno escape de las personas que querían darle caza. Pese a que en ese sitio las cosas se hubiesen normalizado, pese que algunos humanos le temían al descubrir su verdadera forma, otros no eran tan temerosos y lanzaban sus armas contra él. Era su propia búsqueda, la búsqueda de la tranquilidad. Jamás podía permanecer por mucho tiempo en un mismo sitio. Y eso, no le molestaba. No demasiado.

Por lo tanto, sin más dilación, el dragón abandonó las ruinas, efectuó su característica velocidad y alzó el vuelo. Lo que más amaba, era volar. Jugar entre las nubes, efectuar maniobras aéreas, sentir que era la criatura más inmensa del mundo entero, ser más libre que cualquier humano o ser mágico que se mantenía obligado a permanecer en el suelo. Observó los pocos bosques bajo él, los ríos, las zonas más maltratadas y destruidas. Un único continente que según le habían relatado algunos habitantes, en su época de gloria, fue más de uno. Era difícil de creer si se detenía a pensarlo con detenimiento, pero no estaba allí para investigar lo que una vez había sido la tierra que no le había visto nacer. Jamás había pertenecido a ellos, nunca más lo sería.

No tardó en llegar a su próximo destino. La capital. Alcanzando el suelo en una zona más alejada de los ciudadanos, sus patas aterrizaron en perfecto estado. Cerrando los ojos y respirando profundamente, dio lugar la transformación. Las alas se sustituyeron por brazos, las extremidades inferiores en piernas, su rostro de reptil, en un rostro humano, las escamas en un cabello lacio y oscuro. Agradeciendo que llevaba ropa encima, se subió al árbol más cercano con una agilidad sobrehumana. Desde ahí, pudo divisar las luces, centelleantes y permanentes de aquel monstruo creado por los humanos. No tenía nada que ver a las viejas cabañas, a las cuevas, a la naturaleza. Esbozó una sonrisa de lado, sus deseos de acabar con todo burbujearon como el fuego, desde el lado más siniestro de su corazón. Pero no podía precipitarse. Primero debía de pensar con la cabeza fría.

Bajó de la rama y tomó dirección. No fue complicado, su descenso había sido en zona estratégica, no se encontraba lejos. En cuanto se inundó en aquellas calles y edificios extraños, su identidad se confundió con la del resto. Había contaminación acústica, voces estableciendo conversaciones en alto, risas juveniles, algunos caminaban con miedo, otros avanzaban despreocupados. Eran iguales que aquellos desgraciados que quisieron terminar con su vida tiempo atrás. El despojo de la humanidad era igual tanto en el anterior mundo como en el actual. Una manzana podrida de sabor agrio y putrefacto. Los miraba con odio, pero no se permitió el detenerse. Debía de continuar.

Sin embargo, entre la marabunta de gente, sintió que estaba siendo observado. Una sensación pesada tras la nuca, el olor del peligro. Avanzó más rápido, aligerando el paso mientras mantenía las manos dentro de los bolsillos de sus pantalones. Problemas ahora no. No le apetecía. Tenía sueño, sólo quería dormir. Dormir y seguir sin tener objetivos en aquella asquerosa vida. Pero entonces, escuchó una especie de explosión. Gritos, alarma, alzó la mirada y vio humo saliendo de una estancia vieja, pero seguía siendo un ataque en toda regla. Se fijó en una joven que pasaba por allí, un escombro cayendo justo donde ella se situaba. Su instinto habló por él.

La joven debió de sorprenderse, y el chico lo consideró normal. No todos los días podías estar a los lomos de un dragón y ser salvada por él. Pero percibió el miedo en su rostro, en su cuerpo, el asco, el odio. La guerra había dejado ese sentimiento. Aún vivía ese sentimiento. Cuando volvió al suelo y ella bajó, retrocediendo y temblando, vio cómo gritaba mientras le señalaba. Todos empezaron a rodearle, curiosos,  con enfado, no sabía muy bien con qué, pero entonces, la voz de un hombre:

–Por fin te encuentro, bestia inmunda.

Un contacto visual. Un encuentro. Un desafío. Esperó encontrarse a cualquier persona, pero no a la que precisamente consideraba muerta, y a la que precisamente hubiese preferido ver bajo el subsuelo. El odio que había evitado que saliera a la superficie, se manifestó. La rabia salió de él en forma de bocanada de fuego, formando más caos entre las personas y avisando, supuso que, a sus propias autoridades. Pero cuando estuvo a punto de volver a volar, unas redes le atraparon, su cara chocó contra el suelo, y una presión ejercida sobre su cuerpo ocasionó su transformación. Volvía a ser humano, volvía a ser débil. Apretando los dientes y gruñendo, levantó la cabeza todo lo que pudo, para ver a su cazador.

–No puedes escapar eternamente. Tu final ya ha llegado, Eivor.

Pero su cazador se sorprendió ante la sonrisa ladeada que el joven le dedicó.

–Más quisieras. Esto sólo acaba de empezar.

viernes, 15 de agosto de 2014

Capítulo 2.

A altas horas de la noche, un pequeño ejército se encontraba subiendo una montaña escarpada. Eran unos cien hombres, todos ellos con armaduras y cotas de malla. Algunos cargaban con unas grandes y largas cadenas, mientras otros llevaban redes. Al frente iba un hombre más alto y robusto que el resto. Llevaba una gran armadura de color rojo y con detalles dorados en el pecho, y un escudo que podía cubrirlo entero en su brazo izquierdo; la otra mano la tenía preparada para desenvainar la espada que tenía amarrada a la cintura.

Aquella noche no se podía oír más que la respiración agitada de los hombres y el ruido que hacia las armaduras y las cadenas al caminar. Al fin se detuvieron frente a una gran roca y el soldado de la armadura se dio la vuelta para mirarlos a todos. Se quitó el yelmo que le cubría la cabeza para hablar. Su aspecto intimidaba, tenía una fuerte mandíbula y mirada seria. Sus ojos verdes recorrieron de izquierda a derecha a los soldados y al fin comenzó a hablar.

-Ya conocéis las órdenes.- Comenzó a decir con su voz grave y áspera. -El Emperador nos ha mandado aquí confiando en que seríamos capaces de atrapar algunas de estas asquerosas criaturas.
-Pero capitán Aleksandr...- Interrumpió uno de los soldados. Era más esmirriado que el resto y en su voz se notaba el miedo. -Es muy peligroso... Esas bestias nos arrancarán la cabeza o nos comerán vivos en cuanto nos acerquemos.
-Están dormidos.- Respondió el capitán, sin cambiar su tono de voz. -Nos acercaremos con cautela. Si despiertan, no os molestéis en huir, ya que nos perseguirán sin descanso. Luchad. Tenemos que ir a por el líder en primer lugar...
-¿Cómo lo vamos a diferenciar?- Volvía a interrumpir aquel miedoso soldado.
-El líder siempre está en el centro. Además, es el más grande. En cuanto lo matemos, atrapad los que podáis. Tampoco podemos arriesgarnos demasiado, tenemos permiso para matar a los que haga falta. ¿Alguna duda más?- Volvió a callar, esperando a que hablara algún soldado. Como no fue así, volvió a ponerse el yelmo. -En marcha.

Rodearon la enorme roca que los cubría y todos ahogaron un grito de terror. El terreno estaba lleno de restos de animales. El olor era espantoso. Mientras caminaban, se escuchaban las arcadas de los soldados. "No quiero acabar así", decía alguno. Después de largo rato, llegaron a una enorme cueva. Era muy oscura, pero las pocas antorchas que llevaban algunos soldados era suficiente, ya que temían despertar a los monstruos. De dentro de ella se escuchaban unos aterradores ronquidos que retumbaban en las paredes. El capitán Aleksandr dio una orden para que continuaran caminando. La caverna tenía un techo muy alto, por el que revoloteaban algunos murciélagos. Los huesos de los animales crujían cuando pasaban por encima. Los ronquidos cada vez se escuchaban más cercanos, hasta que llegaron a una enorme sala. Los hombres volvieron a aguantar la respiración.

Unas criaturas enormes de aspecto humano dormían en el suelo. Medían entre cuatro y siete metros. Estaban completamente desnudos y cubiertos de mugre. Muchos tenían enormes heridas, dientes rotos y a alguno también le faltaba alguna extremidad. Eran gordos y apestosos. Dormían agarrando grandes garrotes con pinchos. En el centro se podía diferenciar al de mayor tamaño. Llevaba puesta la cabeza de otro gigante, el anterior líder de la manada, como trofeo.

En cuanto vieron al capitán avanzar lentamente, los demás lo siguieron. Cada vez que alguna armadura o las cadenas tintineaban, los gigantes más cercanos emitían gruñidos. El soldado esmirriado, que iba entre los primeros de la fila, temblaba y miraba a ambos lados mientras esquivaba a las bestias. En ese momento tropezó con la cabeza de un gigante. Dejó escapar un grito de terror y se le cayeron las cadenas. Todos los soldados se habían quedado paralizados mirando en dirección al ruido estrepitoso que había provocado. Pasaron unos segundos, pero ningún gigante se había movido, así que suspiró aliviado mientras se disponía a recoger las cadenas. En ese momento una enorme mano agarró la pierna del soldado y lo lanzó por los aires.

Habían despertado.

jueves, 14 de agosto de 2014

Capítulo 1.

Aquella era la primera vez que la joven visitaba la capital, y a decir verdad estaba un poco emocionada por haber salido de aquella pequeña aldea en la que había vivido sus diecinueve años de vida. Unos diecinueve años de penuria, sangre y otras malas experiencias que habían mellado su corazón hasta un punto considerado inhumano. Sabía que todos la conocían, sabía que la temían, y que pese a todo ello, harían todo lo posible por ignorar su existencia y ni siquiera pronunciar su nombre, considerado de mala fortuna. Hacía tantísimo tiempo que no hablaba con nadie que había dejado de sentir la necesidad de relacionarse con el mundo. En su mundo ahora sólo estaba ella, y vivía por ella y nada más que ella.

Caminaba sin aparente entusiasmo por las calles de la capital del recién levantado imperio humano mientras se oían susurros a su caminar y la gente se apartaba con temor. Sabían que llegaría, y sabían por qué. Ella los ignoró, como siempre había hecho y prosiguió por las abarrotadas calles llenas de bazares, vendedores ambulantes, campesinos... Y algo le llamó la atención. Un viejo herrero había recién terminado de forjar un sable japonés de un filo hermoso; tan fino y afilado que parecía cortar sólo con mirarlo.

-¿Te interesa ese? Pues me temo que no está en venta. Lo he forjado exclusivamente para el Emperador.
Dijo, mientras seguía martillando el blando acero de la nueva espada que creaba. Ni siquiera le había dirigido la mirada.

-¿Estás seguro de que ese Emperador sabría utilizar ese sable como se merece?

El viejo resopló y alzó la mirada, perdiendo el equilibrio de su silla de madera y cayendo hacia atrás estrepitosamente. Otra vez aquella mirada de terror.
"¡Ha hablado con La Muerte! ¡Ahora estará maldecido para toda su eternidad!" Se escuchaba entre la multitud.
Con el pulso tembloroso cogió la espada y la tiró lejos de allí, aprovechando para levantarse y ponerse a una distancia segura.
-¡Es toda tuya! ¡No me asesines, por favor!
Ella se aproximó al arma de belleza hipnótica y la empuñó con fuerza, bajo las miradas aterrorizadas de los lugareños, y luego la metió en una de las fundas de cobre que colgaban del techo del tendero. Se la colocó en el cinturón de cuero y se inclinó en señal de agradecimiento, sin pronunciar ninguna otra palabra.
Siempre sucedía lo mismo. Era imposible para ella pasar desapercibida, como última humana del Este sus rasgos asiáticos destacaban demasiado entre la población ahora mayoritariamente formada por occidentales y Huilliches, o gente del sur.  Se decía que todo el oriente había perecido tras la aparición de La Cicatriz, una enorme falla que se consideraba eternamente profunda y que había sido el resultado de la investigación de la antigua civilización humana. O al menos eso era lo que se contaba en los pocos libros que habían sobrevivido a una catástrofe que movió los antiguos seis continentes hasta formar uno exclusivo. Pero ella sabía perfectamente que los Orientales no se habían extinguido ni por culpa de La Cicatriz, ni por culpa de los elfos, ni de los enanos, ni de ninguna otra raza que había llegado a través de ella. Ella sabía que el ser humano se había destruido a sí mismo, y que en su afán de intentar unificar todas sus fuerzas contra los nuevos invasores sometieron a la mayoría de la población; inexperta en el arte de la lucha.
Por eso ella había decidido ser diferente. Desde pequeña entrenó duramente en el manejo de todo tipo de armas y su fama como asesina había llegado hasta el mismísimo emperador.
 No guardaba rencor a ninguno de los ahora normales seres que poblaban la tierra, pero no tenía respeto ninguno por la vida humana. Los consideraba seres despiadados, capaces de cometer atrocidades solamente por poder, o por salvar su propia vida. No solamente habían enviado al campo de batalla a campesinos en el pasado, sino que seguían haciéndolo. Luchaban una guerra perdida, pero su orgullo les cegaba y les impedía ver la verdad.La verdad de ciudades hambrientas, de un riesgo de casi el cien por cien de morir en batalla, de niños huérfanos que un buen día desaparecen de las calles y al día siguiente mágicamente hay comida para la parte baja del mundo... De familias destrozadas por el horror de la guerra y de campos de cadáveres.
"¿Estás seguro de que es ella?" "No cabe duda, mira su pelo. Es tan fino, lacio y oscuro como cuentan las leyendas..."
Finalmente llegó al puente de unión entre la población y el castillo. No le hizo falta mencionar quién era ni por qué estaba allí. El portón se abrió con un quejido oxidado y la chica entró hacia su encuentro con el ahora gobernador del mundo.