Abrió los ojos con lentitud. Un azul profundo, tan fuerte y
cargado de energía, levantaron sus párpados, perezosos. Como bienvenida, un
cielo muy diferente al de sus recuerdos, se mostró ante él. El firmamento le
mostraba cada una de las estrellas, las almas que una vez había estado abajo,
en el mismísimo infierno, o así lo denominaba desde que su corazón había
comenzado a palpitar en ese lugar. O quizás, debería decir, en el lugar al que
una vez perteneció. Ahora, estaba en territorio humano, aunque conquistados por
aquellos que nunca compartieron semejanza con esos seres tan corrientes y
vulnerables. El cielo seguía siendo el mismo, al fin y al cabo. Trató de
levantarse, estirando su gigantesca columna vertebral, sus escamas del color de
la noche brillaban, sus alas se desplegaron levemente para disfrutar de la
brisa que por allí corría.
En medio de unas ruinas, Eivor descansaba. Sus garras se
abrían para arañar el suelo cubierto de grietas, mientras un bostezo escapaba
de sus fosas nasales, las cuales desprendieron un halo de humo que no le
molestó en lo absoluto. El techo había sido carcomido por el paso del tiempo,
que jamás perdonaba, así que la luz de la luna daba de lleno en cada rincón de
los vestigios de una gran estructura. Era un largo viaje el que estaba
emprendiendo, pero debía de continuar. Era un eterno escape de las personas que querían darle caza. Pese a que en ese sitio las cosas se hubiesen normalizado, pese que algunos humanos le temían al descubrir su verdadera forma, otros no eran tan temerosos y lanzaban sus armas contra él. Era su propia búsqueda, la búsqueda de la tranquilidad. Jamás podía permanecer por mucho tiempo en un mismo sitio. Y eso, no le molestaba. No demasiado.
Por lo tanto, sin más dilación, el dragón abandonó las
ruinas, efectuó su característica velocidad y alzó el vuelo. Lo que más amaba,
era volar. Jugar entre las nubes, efectuar maniobras aéreas, sentir que era la
criatura más inmensa del mundo entero, ser más libre que cualquier humano o ser
mágico que se mantenía obligado a permanecer en el suelo. Observó los pocos
bosques bajo él, los ríos, las zonas más maltratadas y destruidas. Un único
continente que según le habían relatado algunos habitantes, en su época de
gloria, fue más de uno. Era difícil de creer si se detenía a pensarlo con
detenimiento, pero no estaba allí para investigar lo que una vez había sido la
tierra que no le había visto nacer. Jamás había pertenecido a ellos, nunca más
lo sería.
No tardó en llegar a su próximo destino. La capital.
Alcanzando el suelo en una zona más alejada de los ciudadanos, sus patas
aterrizaron en perfecto estado. Cerrando los ojos y respirando profundamente,
dio lugar la transformación. Las alas se sustituyeron por brazos, las
extremidades inferiores en piernas, su rostro de reptil, en un rostro humano,
las escamas en un cabello lacio y oscuro. Agradeciendo que llevaba ropa encima,
se subió al árbol más cercano con una agilidad sobrehumana. Desde ahí, pudo
divisar las luces, centelleantes y permanentes de aquel monstruo creado por los
humanos. No tenía nada que ver a las viejas cabañas, a las cuevas, a la
naturaleza. Esbozó una sonrisa de lado, sus deseos de acabar con todo
burbujearon como el fuego, desde el lado más siniestro de su corazón. Pero no
podía precipitarse. Primero debía de pensar con la cabeza fría.
Bajó de la rama y tomó dirección. No fue complicado, su descenso había sido en zona estratégica, no se encontraba lejos. En cuanto se inundó en aquellas calles y edificios extraños, su identidad se confundió con la del resto. Había contaminación acústica, voces estableciendo conversaciones en alto, risas juveniles, algunos caminaban con miedo, otros avanzaban despreocupados. Eran iguales que aquellos desgraciados que quisieron terminar con su vida tiempo atrás. El despojo de la humanidad era igual tanto en el anterior mundo como en el actual. Una manzana podrida de sabor agrio y putrefacto. Los miraba con odio, pero no se permitió el detenerse. Debía de continuar.
Sin embargo, entre la marabunta de gente, sintió que estaba siendo observado. Una sensación pesada tras la nuca, el olor del peligro. Avanzó más rápido, aligerando el paso mientras mantenía las manos dentro de los bolsillos de sus pantalones. Problemas ahora no. No le apetecía. Tenía sueño, sólo quería dormir. Dormir y seguir sin tener objetivos en aquella asquerosa vida. Pero entonces, escuchó una especie de explosión. Gritos, alarma, alzó la mirada y vio humo saliendo de una estancia vieja, pero seguía siendo un ataque en toda regla. Se fijó en una joven que pasaba por allí, un escombro cayendo justo donde ella se situaba. Su instinto habló por él.
La joven debió de sorprenderse, y el chico lo consideró normal. No todos los días podías estar a los lomos de un dragón y ser salvada por él. Pero percibió el miedo en su rostro, en su cuerpo, el asco, el odio. La guerra había dejado ese sentimiento. Aún vivía ese sentimiento. Cuando volvió al suelo y ella bajó, retrocediendo y temblando, vio cómo gritaba mientras le señalaba. Todos empezaron a rodearle, curiosos, con enfado, no sabía muy bien con qué, pero entonces, la voz de un hombre:
–Por fin te encuentro, bestia inmunda.
Un contacto visual. Un encuentro. Un desafío. Esperó encontrarse a cualquier persona, pero no a la que precisamente consideraba muerta, y a la que precisamente hubiese preferido ver bajo el subsuelo. El odio que había evitado que saliera a la superficie, se manifestó. La rabia salió de él en forma de bocanada de fuego, formando más caos entre las personas y avisando, supuso que, a sus propias autoridades. Pero cuando estuvo a punto de volver a volar, unas redes le atraparon, su cara chocó contra el suelo, y una presión ejercida sobre su cuerpo ocasionó su transformación. Volvía a ser humano, volvía a ser débil. Apretando los dientes y gruñendo, levantó la cabeza todo lo que pudo, para ver a su cazador.
–No puedes escapar eternamente. Tu final ya ha llegado, Eivor.
Pero su cazador se sorprendió ante la sonrisa ladeada que el joven le dedicó.
–Más quisieras. Esto sólo acaba de empezar.